La voluntad popular de cambio, eje de la nueva etapa en Paraguay

Fernando Lugo asumió la presidencia luego de la larga hegemonía del Partido Colorado. El ex obispo llega al gobierno con un contexto regional favorable, atravesado por un cambio de época que tiene, al menos, un factor común en la voluntad mayoritaria de los gobiernos latinoamericanos de superar la lógica impuesta por el Consenso de Washington.

Para comprender al Paraguay, primero es prudente leer Hijo de Hombre, la novela en la que el brillante Augusto Roa Bastos supo retratar como pocos el espíritu de ese país. En ella, el campesino Cristóbal Jara -quien significativamente posee las mismas iniciales que Cristo Jesús- se presenta como la contracara del militar Miguel Vera. Para uno, las virtudes del Nazareno, para el otro, los pecados del Judas bíblico.

Allí se menciona un pueblo, Villa de Itapé, y en sus cercanías, el cerro del mismo nombre donde está el Rancho de Cristo, al que cada Viernes Santo concurrían los vecinos para dar inicio a una singular liturgia en la que arrancaban de su negra cruz a un Cristo tan harapiento como ellos. Lo paseaban por las calles del pueblo, ya que entendían, se trataba de una víctima a la que debían vengar y no de un Dios que murió por los hombres, porque creían que si hubiese sido Dios no podía morir, y que si era hombre, se había desangrado en vano sin redimirlos, porque todo iba cada vez peor.

Hijo de Hombre nació del exilio de su autor, pero también del dolor de un pueblo parido del genocidio de la Guerra de la Triple Alianza que destruyó un proyecto autónomo y de avanzada único para su época en la región, y que todavía conserva abiertas las heridas de treinta y cinco años de la brutal dictadura de Adolfo Stroessner.

No resulta llamativo entonces que este pueblo que convirtió al sincretismo en una verdadera característica identitaria, haya confiado en Fernando Lugo -quien como obispo transformó su opción por los pobres en militancia- para que sea aquel que rompa con seis décadas de gobiernos oligárquicos encabezados por el Partido Colorado.

Visión latinoamericanista

Un dato promisorio de la gestión que se inició el viernes, es el que se desprende de la visión latinoamericanista que expresa el flamante presidente.

Aunque es uno de los fundadores del Mercosur, en el diseño original de ese espacio, Paraguay fue considerado un socio menor. Con la asunción de Lugo, se abre una posibilidad cierta de que esta situación se revierta, pero también de que su país aporte a la construcción de un Mercosur que incluya como parte medular de su agenda a la participación y la defensa de los intereses populares que sume una calidad distinta en el camino de la articulación e integración regional en la Unasur.

Pero esto no será posible si este marco no sirve para establecer un debate sensato, que solucione el diferendo existente entre Paraguay, Brasil y Argentina en aquello inherente al pago de la energía que generan las hidroeléctricas de Yaciretá e Itaipú.

Lugo llega a la presidencia con un contexto regional favorable, atravesado por un cambio de época que tiene, al menos, un factor común en la voluntad mayoritaria de los gobiernos latinoamericanos de superar la lógica impuesta por el Consenso de Washington.

Es cierto que el nuevo mandatario paraguayo es un moderado cuya candidatura nació de un acuerdo sumamente heterogéneo, pero no lo es menos, que por encima de eso, el triunfo electoral de Lugo es producto de la voluntad de cambio de una sociedad cansada de tanto sufrimiento, algo que demostró en las calles en marzo de 1999.

Un pueblo, que como aquel de Villa de Itapé, reclama ser protagonista, y quizá por ello, eligió poner en la presidencia de su país a un sacerdote profundamente imbuido en la Teología de la Liberación. Porque sabe que, más que estar en el cielo, el suyo es un Dios-Abá harto de tanto harapo, un dios cuyo lugar está entre los hombres, al lado de su dolor, ya que es ahí donde se deben cambiar las cosas.